Hava Nagila pasa por ser la canción judía más famosa
del mundo. Pertenece al repertorio tradicional hebreo y su título
significa “Alegrémonos”. Se trata de un canto de celebración
muy popular entre la comunidad judía, y se ha convertido en un
elemento básico del repertorio de sus músicos.
Parece que la melodía es antigua, pero la letra es relativamente
moderna (primer cuarto del siglo veinte) y su mensaje se reduce a
decirnos que nos alegremos, que seamos felices, que cantemos y que
nos despertemos con un corazón feliz.
He utilizado HavaNagila en mis clases, y a mis
alumnos, tras vencer la primera impresión —de extrañeza—, les
ha gustado y han disfrutado mucho escuchando y cantando la versión
de Harry Belafonte, “el Rey del calipso”, muy conocido
como cantante, actor de cine y por su labor de compromiso como
activista en el Movimiento de Derechos Civiles en los años sesenta.
Harry Belafonte
Ahora la traigo aquí para felicitar las
navidades y el año que pronto comenzará a los seguidores de
Abonico.
Aunque no soy optimista ante el panorama que se nos presenta, deseo
—ya he dicho más arriba el mensaje que encierra la letra de la
canción— que seamos felices, que cantemos, que escuchemos música,
que leamos, que veamos buen cine, que... (añadan a voluntad).
En los años de mi infancia no se ponía árbol de Navidad en las
casas de nuestros padres; se ponía, en las que se ponía, belén, y
los Reyes Magos monopolizaban el magro reparto de regalos, y eso en
las viviendas en que los había, ¡regalos, claro!
Sin embargo, en mi casa, cuando mis hijos eran pequeños, poníamos y
disfrutábamos por Navidad de un árbol mágico. Era mágico de
verdad, no el típico árbol en el que te encontrabas los regalos
únicamente el día después de Nochebuena; en nuestro árbol había
regalos constantemente, casi diariamente. Cierto que eran, muchas
veces, “regalitos” —golosinas, pequeños juguetes...—, pero
el árbol “los ponía” muy a menudo, incluso más de una vez en
el mismo día.
Jose Alberto y Antonio se asomaban expectantes de vez en
cuando al salón donde estaba el árbol, esperando con ilusión que
este se hubiese espolsao y les hubiera dejado algo
por los alrededores. Y cuando de vuelta de alguna salida cualquiera
entrábamos en la casa, yo me adelantaba y así podía anticipar a
los niños que había escuchado algo, algún sonido, en la habitación
del árbol, lo que podía significar que este se había desperezado;
antes de terminar de decirlo, los pequeños —primos y amigos incluidos
cuando estaban con ellos— salían disparados para comprobar cómo
el árbol mágico acababa de obsequiarlos a todos con regalos que
ellos disfrutaban y celebraban mucho.
Todavía recuerda Antonio, además de los frecuentes juguetitos y golosinas, cómo una
vez, al acercarnos para ver si se había espolsao el árbol, tropezó el que esto cuenta y, al mirar la causa del traspié, encontramos unos atriles en el suelo.
Todavía, ahora con dos nietas en la familia, conservamos el mismo
árbol; y el año pasado, tras un enorme intervalo de tiempo, quiso
mostrar sus cualidades, pero no pudo, por lo menos con la frecuencia
y eficacia que mostraba antaño; es posible que ello se debiera a los
muchos años de inactividad regalística, o a las muy
espaciadas visitas de las niñas, o a la corta edad de las mismas,
o... ¡vaya usted a saber!
Espero que esta Navidad el árbol mágico vuelva por sus fueros y
retome con fuerza su costumbre, para que Paula y Ángela —la
primera ya con tres años— comiencen a ilusionarse de verdad con su
magia.
Aunque, pensándolo con detenimiento, la magia del árbol quizás
tenga sus mayores efectos en los adultos, que, embobados, disfrutamos
viendo cómo reaccionan los pequeños. Miren qué bien lo refleja
esta viñeta de Erlich:
—Tiempo de elecciones. Todo, o casi, me suena a lo mismo: pan y
circo.
—¡Qué exagerao eres!
—Decía hace unos meses, también en tiempo de consulta electoral,
el humorista Alfons López, en el periódico Público,
que las elecciones, igual que los premios literarios, tendrían que
declararse desiertas cuando los concursantes, los candidatos en este
caso, fueran de muy baja calidad. Mira:
Alfons - 17/03/2015 - Público
—¿Y qué hacemos cuando la calidad de los electores sea,
igualmente, muy baja?
—¡Hombre, si te pones así, los examinamos
antes de que ejerzan su derecho al voto!
—Pues… ya que lo dices... no estaría mal.
Nos examinamos para cualquier cosa —para ser barrendero, por
ejemplo—, pero no para algunas de las más importantes, como para
ser padres, para votar o..., ya puestos, para ser ministro; mira, si
no, lo que acaba de decir Jorge
Fernández Díaz, ministro del
Interior: "Tengo un ángel de la
guarda que se llama Marcelo y que me ayuda a aparcar".
—Creo que te estás pasando.
—Además, un
examen no tiene por qué ser solo de conocimientos, puede incluir
otros aspectos.
—¡Sí, claro, igual que el psicotécnico
para el carnet de conducir!
—No sé, podrían ser examinados aspectos que
valoren realmente la capacidad de la persona en cuestión.
—¡Qué disparate! Ese terreno es muy
peligroso.
—Mira... ya que has comenzado argumentando con un recorte de
prensa, te voy a responder con otro: un fragmento del artículo
Barbarie, de Félix de Azúa,
publicado recientemente en El País
(15/12/2015):
En una
reciente entrevista el profesor Benito Arruñada, uno de los talentos
de este país, decía que el problema no son los políticos, sino los
votantes. Y lo razonaba: los políticos, aunque deseen ser
racionales, acaban disparatando porque es lo que suma votos. La
causa, como todos sabemos, es la nula educación española y la
vagancia que conduce a no informarse, a desconocer, a no comprobar, a
no exigir.
—¡Ahí me has dao!
—Bueno... ya en serio, sin exámenes ni leches, me concederás que
los electores son, palmo arriba palmo abajo, de la misma calidad que
los elegidos, ni más ni menos.
—¿¡De la misma!?
—Es un razonamiento simple: a tales elegidos, tales electores los
han elegido.
Me ha ocurrido bastantes veces: lo de sentirme fuera de juego (en una
clase —como alumno—, en una reunión, tertulia, discusión…),
lo de pensar que no sé nada comparado con los demás. Ahora me pasa
menos, lo tengo más claro, en parte gracias a Rafael Sánchez
Ferlosio, a una reflexión suya.
De ninguna manera hubiera podido decirlo yo como lo hace Sánchez
Ferlosio, nunca con la prosa que él utiliza; pero me parece, desde
que lo leí por primera vez, y ya han sido muchas, que ha embellecido
con sus palabras lo que yo he intuido con frecuencia y he terminado
pensando con el tiempo; es como si me lo hubiera quitado de la boca
para mejorarlo y lo hubiera dicho como el gran escritor que es.
Por favor, lean detenidamente, con mucha atención:
En otro tiempo yo creía que
“entender” quería decir bastante más de lo que a mí me pasaba
cuando en verdad estaba entendiendo igual que los demás, y como eso
no me bastaba para satisfacer lo que yo pensaba que sería “entender”
creía que yo no había entendido y que los que decían que habían
entendido habían visto una luz mucho más clara y unas figuras mucho
más nítidas que yo. Al cabo de los años empecé a sospechar que
cuando los demás dicen que entienden en realidad están viendo ese
vago resplandor, esos contornos de humo, esas difuminadas sombras que
yo nunca habría osado antaño designar como «entender». Yempecé a
sospecharlo porque la otra hipótesis sería que yo soy tonto y, a
estas alturas, una infamia semejante tendría que haber llegado a mis
oídos o supondría una doble e imperdonable canallada: una canallada
por parte del Creador, porque al que no se le concede inteligencia
debería proveérsele por lo menos de humildad, para que no se rían
de su atrevimiento, y una canallada por parte del prójimo, por no
habérmelo hecho saber o tan siquiera dejado delicadamente adivinar a
tiempo. (SÁNCHEZ FERLOSIO, Rafael (1995): Vendrán
más años malos y nos harán más buenos,
Destino, págs. 104 y 105).
Estoy seguro de que a muchos prudentes lectores de Abonico les
ocurrirá como a mí, que, sin saber expresarlo así de bien, les ha
pasado por la cabeza más de una vez, pero no se han atrevido a
formularlo.
Muy a comienzos de los años setenta del siglo pasado, uno de los
primeros discos que regalé a mi mujer (entonces no lo era todavía;
ni siquiera, creo, era mi novia: salíamos) fue uno de “Los
Criden” (perdonen la licencia: realmente eran Creedence
Clearwater Revival, grupo musical conocido
como Creedence o
por CCR,sus iniciales). El disco —de
vinilo, recuerden la fecha— terminó inservible, ondulado por una
excesiva exposición en la bandeja trasera del coche a un inclemente
tórrido sol veraniego; una verdadera pena, pues quedó como una
montaña rusa que provocaba saltos en el brazo del plato giradiscos,
con los consiguientes fallos y alteraciones en la audición. Si no me
engaña la memoria, esta era la carátula:
Creedence Clearwater Revival
fue un grupo de rock estadounidense, de la costa oeste, muy popular
por esos años —finales de los sesenta y primeros setenta—,
formado por cuatro californianos, dos de ellos hermanos, y liderado
por el guitarrista, cantante y compositor John
Fogerty, uno de los hermanos, que,
sin ambiciones de visionario o virtuoso, retomó el ritmo de las
contagiosas melodías de los discos de baile sureños (Sonido del
Sur). Los Creedence
supieron combinar distintos géneros, como el rhythmandblues,
el country,
el gospel
y el rock and roll,
por, y con sus triunfos (nueve éxitos entre los diez primeros de
1969 a 1971) consiguieron encarnar la esencia de lo que siempre había
hecho únicos a los discos sureños.
Uno de los muchos grandes éxitos del grupo fue
Proud Mary (conocida
también como Rolling on the
River), una de sus canciones más
versionadas; escrita por Fogerty
—que toca la guitarra principal y canta la primera voz—, fue la
primera grabada por el grupo en un álbum de 1969, Bayou
Country, que
pronto se convirtió en el primer gran éxito de los CCR.
Otras de mi gusto: Suzie Q.,
Bad moon rising,
Cotton fields,
Down on the corner,
Hey tonight...
Además de la original, entre las versiones que he escuchado, quiero
destacar, por impresionante, por explosiva, la de Tina Turner,
en 1971, junto a su marido, Ike
Turner (un maltratador violento,
según la propia cantante), que toca el bajo eléctrico y aporta una
enriquecedora voz grave a la interpretación. Aquí la tienen:
Esto, y justamente en estos términos, es lo
que tenía que decirles yo, de niño, a la pareja de novios formada
por Emilia, la moza
que teníamos en casa —sirvienta, criada—, y Antonio, su novio,
que estaban platicando o... enfrascados en sus cosas, perdidos en el
almacén o en la tienda ya cerrada al público de un enorme caserón
de entonces.
Moza.
f. Criada, fámula. // 2. Adj. Soltera. RUIZ MARÍN, Diego (2007):
Vocabulario de
las hablas murcianas,
Murcia, Ed. Diego Marín.
Las mozas
que trabajaban en casa de mis padres siendo yo niño —comienzos de
la segunda mitad del siglo pasado—, que yo recuerde, no tenían un
horario determinado de trabajo; comían con nosotros (en la
misma mesa y de la misma comida, y de ello se ufanaba mi padre,
porque en otras casas “de más señorío” lo hacían aparte y no
sé si de los mismos manjares); dormían en
casa (hasta hace muy poco, Emilia, ya bastante mayor, me
recordaba, cuando de vez en cuando me veía por la calle, las veces
que yo, siendo muy niño, dormía con ella). Lo que quiero decir es
que vivían con nosotros como un miembro más de la familia. Y no
recuerdo que tuvieran libres sábados o domingos, que
se fueran a sus casas y no estuvieran disponibles. Algunas —como
ella, nunca mejor dicho, pues Emilia lo hizo de mi propia casa—,
salieron del servicio doméstico para casarse. Así era.
Pues bien, a lo que iba, ya al final de la jornada diaria, cuando se
acercaba el momento, mis padres me mandaban para que advirtiera a la
pareja de que había llegado la hora, para que les diera el aviso de
que tenían que terminar la charla —o lo que estuviesen haciendo—
y empezaran a pensar en lo que tocaba a partir de entonces: ir a
dormir. Poco después, Antonio pasaba por
delante de la familia reunida en la salita o en la cocina, se
despedía con un “buenas noches” y se marchaba.
Ahora me imagino a los novios en “sus quehaceres”, lo que
pensarían y lo que se dirían cuando vieran llegar al mocoso, que
les cortaría el rollo la mayoría de las veces, para darles la
noticia, siempre la misma y con las mismas palabras, hasta con rima:
Ustedes, como yo, habrán visto cómo lo celebran los futbolistas, y
otros deportistas, cuando marcan un gol, cuando anotan un tanto: las
volteretas, las carreras, las montoneras de jugadores y la cantidad
de gestos, bailes y montajes, algunos muy originales. ¿Y todo esto
para qué? Pues… para indicar su alegría, para señalar a quién
—o quiénes— dedican el tanto, para contestar con ¡chúpate esa!
a alguien que ha puesto en entredicho cualquier aspecto referido al
jugador en cuestión...
Les puedo asegurar que en el mundo de la interpretación musical, por
hablar de un terreno con el que me siento más familiarizado, se
hacen frecuentemente cosas mucho más difíciles que ese gol tan
teatralmente celebrado y muchas veces producto de la suerte, cuando
no de la pillería ramplona y de las malas artes de su autor.
Me viene a la cabeza estar viendo en televisión un ensayo de una
orquesta —no recuerdo su nombre ni el de la obra— en el que el
flautín tenía que “dar” —un término demasiado prosaico ese
“dar”— veintitantas notas en tres segundos, creo recordar. Era
muy difícil “darlas” con éxito todas y la chica encargada de
ello lo hizo muy bien, salió victoriosa del pasaje y fue aplaudida
por sus compañeros y por el director (Recordemos que era un ensayo,
no lo habrían hecho, no habrían interrumpido para aplaudir en mitad
de un concierto). Sin embargo, ella no hizo ningún gesto
exhibicionista, todo lo contrario, sonrió y se ruborizó ante el
agasajo del resto de los músicos.
Pues bien… lo que quiero decir es que no logro situar en el mundo
de la música —del arte en general, o en el de la ciencia…: en
fin, en el mudo intelectual— algo parecido a la exhibición
futbolera. Imagínense ustedes a un pianista —o trompetista o
saxofonista o…— que al finalizar la pieza o, peor, tras cada
pasaje de gran dificultad interpretado con éxito, se levanta de su
silla y comienza a dar volteretas por el escenario, mostrando los
dedos índice y corazón de ambas manos en señal de victoria, o
chupándose el dedo pulgar para que sepamos que tiene un bebé al que
le dedica el éxito de haber tocado el pasaje sin atranques, o
acunando a un niño, o señalando una barriga porque su señora está
embarazada, o…
¿A que no se lo imaginan?
“¡Pues claro que no!” —me contestarían ustedes—, “no es
propio del pianista, flautista, clarinetista…”
La Rata, La
Ratita —mejor en diminutivo, que, deduzco, se debía sobre
todo a su ínfima envergadura física, tanto de talla como de
volumen— vino al pueblo siendo yo niño y, con el tiempo, muchos
años después, terminó trabajando para mi familia, en casa de mi
padre. Aunque tenía fama de deslenguada, de respondona, no era sino
respuesta al trato que recibía de la gente que a menudo la
provocaba. Yo, por el contrario, siempre hice buenas migas con ella y
guardo buenos recuerdos de nuestra relación.
La Ratita tenía una hija,
más o menos de mi edad, con la que, recién llegadas al pueblo,
recorría sus casas —supongo que no todas; irían donde dieran
“algo”, en tiempos de tanta necesidad— pidiendo comida: restos
de cualquier tipo —guisos en general—, que, recuerdo, recogían
en latas de conserva vacías ya usadas, latas que eran utilizadas
como recipientes y, donde, seguro, comerían directamente e imaginen
con qué cubiertos. Recuerdo que los niños, crueles, nos reíamos de
la hija de La Ratita y le levantábamos el vestido porque no
llevaba bragas.
Al principio vivían en una cueva
que había en una de las pequeñísimas elevaciones montañosas —si
se pueden llamar así— que hay a las afueras del pueblo; después,
en un cuartico. Los cuarticos son, en Santomera, mini
viviendas sociales para gente indigente, aunque no hay unanimidad
entre la población local respecto de lo adecuado del adjetivo
“indigente” para algunos de los ocupantes de ellas.
Pequeña, muy pequeña, menuda,
menudísima, de unos treinta kilos, pero puro nervio. Con el pelo
siempre corto, canoso, piel tostada, sin pasarse, y unos ojillos muy
vivos (estos sí que hacían honor a su apodo), unos ojos que siempre
tenía —en mi recuerdo así es— “malos” y se limpiaba a
menudo con un pañuelo moquero que llevaba en el bolsillo del
delantal. De ese cuerpo tan menudo salía incesante, machaconamente,
una voz aguda y algo chillona (que también hacía honor a su apodo),
cuyo timbre permanece en mi memoria.
La Ratita vivía arrejuntá
con El Largo —miLargo, decía ella—,
un hombre con fama de gandul que, recuerdo, hacía remolinos de papel
sujetos a la punta de un palito y los vendía en ferias y fiestas. La
delgadez y altura del Largo justificaban su apodo, pues debía
medir dos metros, si no más. ¡Menudo contraste el de la Ratita
y el Largo cuando iban juntos!
Élleía empedernidamente
novelas del oeste a la luz de una vela, por lo cual —decía ella—
se estaba quedando ciego y tenía que acercarse mucho el libro a los
ojos (yo recuerdo su imagen con el libro a unos 10-15 centímetros
de distancia, no más, de sus ojos); incluso en el cine, que también
le gustaba mucho, en los descansos y tiempos muertos, aprovechaba
para enfrascarse en Marcial Lafuente Estefanía y compañía.
El Largo
era también conocido por el “por
baho”, debido, cuentan, a que
un día estaba el hombre cogiendo higos en higuera ajena —recuerden
los tiempos que corrían y las necesidades de nuestros personajes—
y apareció el dueño del árbol reprochándole su acción; El
Largo contestó que “solo cogía
por bajo”, pero con su acento andaluz la “jota” no sonaba o
sonaba muy suave. El propietario de la higuera, vista la talla de
quien le estaba afanando los higos, le contestó, imitándolo, algo
así como “no te jode..., porbaho
llegas a toa
la higuera”.
Encarna, que ese era el
nombre de nuestro personaje principal, era analfabeta y, además, no
tenía documentos que acreditaran su identidad. Si le preguntabas por
su nombre y apellidos, contestaba, ceceando y con deje andaluz, algo
así como Encarna Zaorín, con una pronunciación en la que no
quedaba claro el apellido —ni la primera sílaba ni la última—:
podía ser Saorín, Saolín, Zaorín, Zaolín... Nunca pude llegar a
una conclusión satisfactoria.
En casa de
mi padre, conviviendo con ella, pude comprobar que era trabajadora,
limpia, honrada... Le gustaba mucho fumar, así que cuando llegaba su
santo yo solía regalarle un cartón de paquetes de su tabaco
favorito: Ducados,
pero la envoltura de los paquetes tenía que ser de cartón, no de
papel. Como entonces yo también fumaba, ella correspondía con lo
mismo el diecinueve de marzo. También le gustaba mucho el café, del
que abusaba, junto con el tabaco, diariamente. El tabaco, el café y
la charleta eran sus pasiones.
No
la volví a ver, aunque he sabido de ella por mi hermana, que sí lo
hizo, y me cuenta que iba a visitarla a Caravaca, donde terminó en
uno de esos centros que perifrástica y eufemísticamente llamamos
residencias de la tercera edad, antes asilos, donde Encarna, La
Rata, La Ratita,
terminó sus días, espero que, como tanto le gustaba, parloteando,
fumando y tomando café.
Solo conozco unas cuantas de las muchas composiciones que sobre el
tema que tratamos, el del Dies irae,sehan
realizado a lo largo de la Historia; sobre todo he escuchado las de
los grandes compositores, la mayoría de los cuales las ha incluido
en sus misas de difuntos. Algunas me resultaron, cuando las descubrí,
una auténtica sorpresa. Como ejemplos nombraré —ya lo anticipé
en Dies irae (1)— las de Cherubini,
Salieri, Mozart, Dvorak, Verdi y
Donizetti.
Y de ellas me gustaría mostrar ahora la muy famosa de Mozart
y la “marchosísima” de Verdi.
Damos el nombre de Requiem
a la Misa
de Difuntos (Missa
pro defunctis),
debido a la primera palabra de su Introito
(“Requiem aeternam dona eis Domine”: Dales, Señor, el descanso
eterno); aunque también, en el siglo XX, se ha dado ese nombre a
obras no estrictamente litúrgicas. Pues bien, una de las partes de
la Misa de Difuntos es el Dies
irae, del que ya
sabemos, por entradas anteriores, de qué va.
Con su Requiem (Misa de
Réquiem en re menor, K. 626),
de una belleza conmovedora y envuelto en una atractiva leyenda sobre
un encargo hecho por un desconocido, Mozart se despide de la
vida (se ha dicho, quizás demasiado teatralmente, que,
escribiéndolo, muere y el lápiz se le cae de las manos). Esta obra
supone el testimonio más alto de su música sacra, y en ella están
presentes el amor, la dulzura, la emoción y la piedad, por emplear
los sustantivos más utilizados por la crítica.
La interpretación que ofrecemos en Abonico del Dies
irae del Requiem de Mozart es la de la Orquesta
Filarmónica de Viena dirigida por Karl Böhm.
La segunda audición que les traigo —y que
pueden escuchar si no se han hartado ya; si están cansados, déjenla
para después— pertenece al “dramático”
—cómo iba a prescindir su autor del lenguaje operístico—
Requiem
de Verdi,
obra compuesta en memoria del escritor
italiano AlessandroManzoni.
Prestemos atención a su “apasionado” Dies irae, interpretado por
la misma orquesta que hemos escuchado antes, la Orquesta
Filarmónica de Viena, dirigida en
esta ocasión por Georg Solti.
Pero, como suelo aconsejar, no se conformen ustedes solo con estas
versiones; busquen, hay muchas, y algunas muy buenas: descubrirán lo
que va de unas a otras, la esencia de la interpretación. Y no se
conformen tampoco con estos pocos Dies irae, ya les he dicho
que hay muchísimos; busquen y verán qué sorpresas les aguardan.
Entre los músicos que han utilizado la melodía
del Dies irae
en sus composiciones —la del canto llano y, por supuesto, algunos
de ellos “jugando” con ella, variándola— hemos seleccionado, y
escucharemos ahora, a Berlioz
y a Saint-Saëns.
Hector Berlioz
(1803 - 1869) utiliza el tema en su poema sinfónico Sinfonía
fantástica, op. 14 (1830), un
buen ejemplo de música programática.
El gran
compositor francés se enamoró apasionadamente de una actriz
irlandesa, HarrietSmithson;
aunque posteriormente
sería su esposa, en un principio lo rechazó y Berlioz expresó su
desesperación en la Sinfonía
fantástica.
La obra, subtitulada Episodio
de la vida de un artista, consta
de cinco movimientos, el último de los cuales lleva por título
Songe d'une nuit du Sabbat (Sueño
de una noche de aquelarre o
Sueño de una noche de brujas).
En este
movimiento, el compositor se ve a sí mismo, tras su propia muerte,
entre brujas y monstruos, mezclada con los cuales baila su amada,
otra fea y vieja bruja, que se burla de él. Campanas fúnebres…
cantos a los muertos…
Y es aquí, en este quinto movimiento, donde
aparece el Dies irae,el famoso tema de la misa de
difuntos.
El otro ejemplo que tratamos hoy,
igualmente de música programática, se lo debemos —ya lo hemos anticipado— al también
compositor francés Camille
Saint-Saëns.
Y también es un poema sinfónico:la Danza
macabra, op. 40 (1874), para
violín y orquesta, basada en un poema de Henri
Cazalis —médico y poeta
simbolista francés, amigo de Mallarmé—
que describe los horribles sucesos que acontecen en un cementerio en
la noche de difuntos,
la víspera de Todos
los Santos.
Cuando
el reloj da la medianoche, aparece la figura de la Muerte y levanta a
los esqueletos de sus tumbas para que bailen las melodías que toca
en su violín. El xilófono sugiere vívidamente el claqueteo de los
esqueletos. Finalmente, cuando el gallo canta (solo de oboe) al
amanecer, los esqueletos vuelven a sus tumbas y la Muerte también
desaparece. (Roy
Bennett:
Léxico
de música,
Akal, 2003).
Saint-Saëns incluyó —hay quien dice que con
gusto discutible— una parodia de la melodía del Dies irae de unos
pocos segundos de duración. Atentos,
porque al no ser tan fiel al original, es un poquito más difícil la
identificación.
Yo recuerdo, de mi infancia, en las “oscuras”
e imponentes misas de difuntos —no sé qué pintábamos allí los
niños—, la melodía del Dies
irae (♫ fa – mi – fa –
re – mi – do – re – re…♫♪). Entonces no sabía lo que
tal música quería decir, lo que significaba, aunque intuía su
“seriedad”, su tenebrosidad, dado el ritual al que servía de
acompañamiento.
Dies irae
es el nombre latino —Día de la
ira— de una famosa secuencia
medieval (una de las formas literarias y musicales más populares de
este período), un himno que forma parte de la misa de réquiem, la
de difuntos.
Esta melodía de canto
llano (Gregoriano)
ha sido utilizada posteriormente para evocar no solo el símbolo de
la muerte o los horrores del Día del
Juicio Final, sino también el miedo
a lo sobrenatural.
Entre los músicos que la han utilizado en
composiciones donde es reconocible el original —literalmente o
modificado—: Berlioz,
Liszt,
Rachmaninov
y Saint-Saëns,
por poner solo unos pocos.
Otros grandes compositores han hecho sus
propias —algunas, extraordinarias— versiones musicales,
sobre todo para orquesta y coro; entre ellas queremos destacar unas
pocas: la de Mozart
(Requiem en re menor,
KV 636), que es la más conocida, y las de Cherubini,
Salieri, Dvorak, Verdi y
Donizetti.
Veamos, en primer lugar la versión “original”,
perteneciente al canto llano,
basada en un famoso, impresionante y significativo poema de la
literatura latina cristiana, atribuido al fraile Tomás
de Celano (muerto hacia 1250).
Aunque
en textos de la liturgia de difuntos ya aparece siglos antes de Tomás
de Celano. Concretamente, la frase “dies irae, dies illa” nos la
encontramos ya en un poema del siglo IX, del que existe más de una
versión.
¿Impresionante?, sí, mucho, por lo que representó para el hombre
del medievo ese vivir aterrorizado por el miedo, ese constante
martilleo: has de morir, te van a juzgar rígidamente, no te escapas,
te espera el infierno...
El poema trata de un asunto tradicional en la
cultura cristiana: el Juicio Final,
un tema muy presente en la mente de los cristianos de la época, muy
representado en el Románico
y en el Gótico,
y reflejado en la literatura.
Para apreciar el Dies irae en su simplicidad
espiritual gregoriana, deberíamos ponernos en situación y
escucharlo de un buen coro de monjes en alguna iglesia de la época,
pero, a falta de pan… lo haremos de una versión grabada por los
Monjes de la Abadía de Notre Dame.
Como la letra latina va en el vídeo (gracias, Jaime Vado), solo
tenemos que añadir la traducción para un mejor
entendimiento.
TRADUCCIÓN
Aquel día, día de ira,
reducirá este mundo a cenizas, como profetizaron David y la Sibila.
¡Cuánto terror sobrevendrá
cuando venga el Juez a pormenorizar todas las cosas con estricto
rigor!
La trompeta, esparciendo un
maravilloso sonido por todos los sepulcros del mundo, reunirá a
todos ante el trono.
La muerte y la naturaleza
quedarán estupefactas cuando resuciten las criaturas para responder
a su juez.
Saldrá a la luz el libro
escrito que todo lo contiene, por el que el mundo será juzgado.
Cuando al Juez le parezca
oportuno, todo lo oculto saldrá a la luz; nada quedará impune.
¿Qué podré yo, desdichado,
decir entonces? ¿A qué protector invocaré, cuando apenas los
justos están seguros?
Rey de tremenda majestad, que
salvas gratis a quienes van a ser salvados, sálvame, fuente de
piedad.
Recuerda, piadoso Jesús, que
soy la causa de tu camino, no me pierdas aquel día.
Buscándome, te sentaste
cansado; me redimiste padeciendo muerte de cruz; no sea vano tanto
esfuerzo.
Juez que castigas justamente,
hazme el regalo del perdón antes del Día del Juicio.
Gimo como un reo, se enrojece
mi rostro por el pecado, perdona, Dios, a quien te implora.
Tú, que absolviste a María y
escuchaste al ladrón, también a mí me diste esperanza.
Mis ruegos de nada valen, pero
tú que eres bueno haz misericordioso que no me queme en el fuego
eterno.
Dame un lugar entre las ovejas
y separándome de los cabritos colócame a tu diestra.
Rechazados ya los condenados,
y entregados a las duras llamas, llámame con los bienaventurados.
Suplicante y humilde te ruego,
con el corazón casi hecho ceniza: toma a tu cuidado mi destino.
Día de lágrimas será aquel
en que resurja del polvo el hombre culpable para ser
juzgado.
¡Perdónale pues, oh Dios,
Cuando la veo de vez en cuando por la calle, cargada de niños,
aparentemente orgullosa, platicando de sus cosas con otras jóvenes
madres, no puedo evitar el recordar que siendo niña, estando todavía
en el colegio, ya la sometían a tratamiento para evitar que se
quedara embarazada: “se veía venir”, comentan ahora los maestros
que la tuvieron en clase por entonces.
Ya en aquella época, como queriendo compensar sus carencias
escolares, se enorgullecía de que sabía muy bien fregar, limpiar,
poner una lavadora…; decía, utilizando frases de uso común, que
era muy curiosa, muy limpia —que dejaba los grifos del cuarto de
baño como los chorros del oro; que, tras su limpieza, se podían
comer sopas en la taza del váter...— y se veía muy dispuesta,
dicharachera, simpática, como muy desenvuelta en estos asuntos; pero
el trabajo escolar era un problema imposible para ella; algo en su
cabeza le impedía acceder a las labores más o menos intelectuales
del colegio.
Cuando muestro, por supuesto que anónimamente, un dictado que hizo
estando ya finalizando su etapa de Primaria, los profesionales de la
enseñanza a los que se lo enseño no pueden creer lo que tienen
delante. Si, junto a lo que ella escribió, no pongo lo que le dictaron, nadie puede “descifrar su versión”.
¿Que no?
Prueben y verán.
Lo que escribió ella:
Lo primero que piensas ante este texto es que puede tratarse de un
idioma desconocido: “En magele dema pero a vime
quiorato be cosa biega…”, pero no es así; está escrito en
nuestra lengua. Además, como pueden comprobar, la letra —caligrafía—
es totalmente legible, incluso, buena, pero… ¿qué dice?
Si yo digo, apreciados aboniqueros, frases como “las
carreteras no piensan”, o “los corazones están locos”, o…
“los aviones se vuelven conejos”, les estaré dando pie para que
opinen de mí cualquier cosa, por muy disparatada que sea: que soy un
superdotado, un intelectual de altura que se expresa en un raro
lenguaje encriptado, o, por el contrario, con más razón, que no
ando muy bien de la mollera, o... qué sé yo.
Pero el asunto va por otro camino; las anteriores son frases del Lolo
del molino, un personaje del pueblo, que fue famoso por esos
discursos tan particulares, y tan elocuentes a veces, sobre todo
cuando sabías qué estaba diciendo, cuando conocías de qué iba la
cosa; se trata de frases que soltaba aquí y allá, donde se le
ocurría, sin pararse a pensar, sin importarle mucho quiénes eran
sus destinatarios, sus interlocutores a veces, sus escuchantes en
definitiva.
Sus historias pasaron a ser tan populares en el pueblo, en otros
tiempos, que, con los años, como suele ocurrir en estos casos
(cambios, añadidos, personalizaciones…) se convierten en mitos, en
leyendas.
Así, dicen, un día iba elLolo en el carro —vehículo
del que tiraba una yegua y que entonces era un medio normal de
locomoción y transporte— y lo paró la guardia civil; cuentan que
la benemérita le dio el alto porque había rebasado la línea
amarilla continua que separaba los dos carriles de la carretera. Ante
la demanda de la pareja de civiles nuestro hombre se despachó a
gusto, pues contestó en su media lengua particular y con una
entonación que subía frecuentemente el tono dentro de una misma
frase, pronunciando unas palabras —o partes de ellas: algunas
sílabas— más agudas que el resto, como si le salieran gallos (en La diligencia,
de John Ford,
el conductor del vehículo habla de manera parecida):
“¿Quién ha pisao la raya?, ¡la yegua!, pues… ¡multa a
la yegua!”, añadiendo a continuación, “¡ganduleras!,
que no hacéis na por las carreteras”.
No creo que haga falta traducirlo, ¿verdad? Pues, bien, los
guardias, tras insistir unas cuantas veces, tuvieron que dejarlo
porque él no salía de ese bucle de oraciones, que repetía,
galleando, una vez tras otra: “¿Quién ha pisao la
raya?… ¡Multa a la yegua!… ganduleras...”.
Bueno… pues a lo que vamos. Me cuentan fuentes autorizadas, de las
que podríamos llamar de toda confianza, que estando reunidos los
mandamases del partido gobernante entonces en la localidad —no sé
en qué fechas, pero el partido sí lo sé: es uno que tiene en su
emblema un pío-pío, como diría mi nieta Paula—, se asoma
el Lolo del Molino al local de reunión —en el que
por cierto estaba en ese momento la persona de quien procede esta
historia, uno de los mandamases, de ahí lo de fuentes autorizadas—
y, al ver las caras de quienes allí estaban, les dijo subiendo un
par de veces el tono al agudo:
“vosotros, los piensos”
Supongo que la cabeza del Lolo discurriría: “si
estos son los que gobiernan, los que deciden en el pueblo,
evidentemente deben ser los que piensan”, y, a su manera, se
lo dijo a ellos, pero en vez de pensantes o pensadores, le salió los
piensos.
Y no le faltaba razón.
Adenda: Los Piensos es el nombre, a propuesta mía, de
la tertuliacon la que unos cuantos amigos “disfrutamos”
en Santomera un par de veces a la semana.
Primeros años de la década de los setenta del siglo XX.
Como no recuerdo, o no quiero recordar, su nombre, lo llamaremos Don
Ceporro, que le va que ni pintado. Don Ceporro era un cura con un
corto, aunque enorme —por ancho y carnoso—, cuello: un pescuezo
que unía una pelada cabeza pequeña a un cuerpo también corto pero
muy voluminoso. Era “profesor de religión” —es un decir— en
el Colegio San José, en el que yo trabajé de joven
durante unos años, mientras preparaba oposiciones. El personaje del
que estamos hablando era un verdadero animal, no solo de aspecto; su
cabeza pequeña no lo era solo de tamaño: yo lo recuerdo tan bruto
físicamente como tosco y escaso de cerebro.
Un día, explicando en su hora de clase, con zafiedad como en él era
habitual, les dijo a los niños de mi tutoría, pausada y
teatralmente, tratando de aparentar una autoridad intelectual y
académica que no tenía:
—El Titanic era un barco muy grande, grandííísimo —y
señalaba abriendo los brazos cuanto podía, exageradamente; los
volvía a cerrar y añadía—, y llevaba un letrero que
decía: “Este barco no lo hunde ni Dios”.
—¿Sí, Don Ceporrro? —preguntaba algún niño de los más
curiosos—. ¿de verdad?
—Sí, ¿y sabéis qué?
—Qué —respondían algunos niños en grupo, esperando la
reanudación del relato.
—Que chocó con un iceberg así de pequeñito —y, como si el
diminutivo no hubiera sido suficiente, volvía a señalar en el
espacio, marcando ahora determinada altura con la mano derecha a
menos de un metro del suelo— y se hundió en cinco minutos —y
mostraba los dedos de una mano varias veces mientras lo repetía,
remarcando muy bien cada una de las distintas sílabas de las dos
últimas palabras— ¡se hundió en cin-co mi-nu-tos!
—¿…? —los niños se quedaban con cara de interrogante,
preguntando con la mirada, esperando de Don Ceporro la continuación
o la moraleja, y esta última llegaba pronto:
—... ¡Que no se puede dudar del poder de Dios! —decía el cura,
casi gritando, abarcando a toda la clase con la mirada— ¡que es un
pecado gravísimo retarlo! —y, tras una breve pausa, concluía—
¿Habéis comprendido la lección?
Hace ya mucho tiempo leí (no recuerdo el nombre del autor de la
ingeniosa imagen pedagógica, Luis Pericot, Martín
Almagro, Juan Maluquer..., no sé) que lo que sabíamos de la Prehistoria era tan poco que el enorme período se podía
comparar a un extensísimo desierto que conocíamos solo por la luz
que nos daban unas pocas velas situadas en él y separadas entre sí
por muchos kilómetros de distancia; lógicamente, poco se podía
ver, poco podíamos conocer de tal período con tan poca
“iluminación”.
Recientemente, sin embargo, la imagen que se plantea es bien
diferente: el último símil pedagógico que me he encontrado compara
nuestro conocimiento de la Prehistoria con una película a la que
le faltan algunos fotogramas.
¡Menudo cambio! Desde luego que hay diferencia entre lo que se sabía
sobre la Prehistoria cuando yo la estudié —primeros años 70 del
siglo pasado— y lo que se sabe ahora, cuarenta años después.
Siempre me ha interesado el estudio del proceso de hominización
(¿humanización?: Aun no somos humanos titulan Eudald
Carbonell y Robert Sala una obra suya), la revolución neolítica,
los orígenes de la civilización, de las primeras culturas urbanas
—Egipto, Mesopotamia—, su introducción en Europa...
Especialmente me han llamado la atención los neandertales y las
preguntas, las múltiples teorías, que se han planteado sobre su
desaparición, así como la idea de que nos “cruzáramos” con
ellos y tuviéramos descendencia común, algo que ahora sí se sabe
que ocurrió, pero que hace no tantos años se descartaba. He
recomendado muchas veces a mis alumnos y a mis amigos la película En
busca del fuego (que utilicé en una entrada de Abonico)
para que se hicieran una idea de lo que pudo ser aquello.
Pero lo que leí no hace tanto me pareció de lo más original. Fue
en Esos lobos que nos salvaron, un artículo de Rosa
Montero publicado en El País Semanal (29/03/2015); en él
se introduce la idea, tomada, dice ella, de un artículo de The
Guardian sobre un libro que ha publicado un
profesor norteamericano, Pat Shipman:The Invaders: How Humans and Their
Dogs Drove Neanderthals to Extinction (Los
invasores: cómo los humanos y sus perros llevaron a los neandertales
a la extinción), en el que propone una novedosa teoría: el
hambre, provocada por las condiciones de la glaciación (había
menos comida), acabó con los neandertales, mientras que los
cromañones, aguantaron el tirón gracias a que se aliaron con los
lobos —comienzo de nuestra relación con los perros—: una alianza
para la caza, una unión que formó un equipo fructífero y letal;
tanto... que cazamos —y a algunos
exterminamos— mamuts, leones, búfalos..., y... matamos de hambre a
los neandertales.
¿¡Original, no!?
Ahora parece que voy entendiendo mejor el que los humanos mimemos
tanto a los perros y vayamos pacientemente detrás de ellos
recogiendo sus mierdas en bolsitas: es simple y llanamente
compensación. Hoy por ti, mañana...
Out of Africa (1985) es el nombre original de una
película estadounidense, de Sydney Pollack, que en España se
tituló Memorias de África, y en otros países de
habla hispana, África mía. Ganadora de 7 Oscars en
1985, la obra está basada, libremente, en una novela de la escritora
danesa Isak Dinesen —sedónimo literario de Karen Blixen, más
exactamente Karen ChristentzeDinesen—, con
guion de Kurt Luedtke y una impresionante fotografía de David Watkin.Los actores principales son Meryl
Streep y Robert
Redford, que protagonizan uno de los
romances más famosos de la historia del cine.
El argumento es simple. A comienzos del siglo XX (1914, comienzo de
la Primera Guerra Mundial), una europea decidida y fuerte,
Karen Blixen (Meryl Streep), llega a Kenia,
donde dirigirá una plantación de café junto a su mujeriego marido,
un primo lejano, que le contagia la sífilis, del que no está
enamorada y del que termina separándose. La película, sencilla,
poética (hay quien la considera —Carlos Aguilar— llana y
plúmbea), se centra en la relaciónde la protagonista —su
enamoramiento— con el lugar y sus habitantes, así como en el
romance apasionado que mantiene con el cazador Denys
Finch-Hatton (Robert Redford).
Isak
Dinesen en África
Casi toda la música del film es del compositor
británico John Barry (1933-2011),
creador del famoso “sonido Barry”,
ganador de cinco Oscars, y considerado entre los diez grandes de la
composición musical para cine. Es archiconocido sobre todo por su
música en una docena de películas de James
Bond, así como de la de El
león en invierno y Bailando
con lobos, entre otras muchas.
Pero lo que los amantes de la música recordamos de Memorias
de África es, sobre todo, el
famosísimo, y más todavía desde entonces, Adagio
—un extracto en el film— del Concierto
para clarinete,
en La mayor,
K 622, de
W. A. Mozart (su último concierto
para instrumento solista, escrito originalmente para clarinete di bassetto). Mozart compuso la obra —para
Anton Stadler,
clarinetista, amigo y “hermano” masón— a los treinta y cinco
años, en octubre de 1791, en Viena, dos meses antes de morir en lo
más alto de su madurez creativa.
Detalle
de un retrato inacabado
de
Mozart, el mejor según su mujer.
La versión que escuchamos en Memorias
de áfrica —en mis lejas, en
vinilo—, es la de Jack Brymer,
todo un mito, a quien se sitúa a la cabeza de la escuela británica
de clarinete.
Brymer fue profesor en la Royal Academy
of Music y en la Royal
Military Schoolof
Music, y solista, entre otras, de la
Royal Philharmonic Orchestra,
de la BBC Symphony Orchestra
y de la London Symphony Orchestra.
En esta ocasión está acompañado por la Academy of Saint
Martin in the Fieldsbajo la dirección de
Neville Marriner.
Déjense hipnotizar por el encanto del adagio, el movimiento
cumbre de un concierto considerado una verdadera obra maestra del
último estilo mozartiano, la obra que, para muchos especialistas,
hasta hoy, mejor ha hecho justicia al clarinete. La melodía de este
movimiento, tierna, íntima y aparentemente sencilla, es de una
belleza sublime, símbolo de levedad y serenidad en una obra en la
que destaca su extraordinaria delicadeza expresiva y tímbrica.
Pero no paren aquí; busquen el movimiento
completo y escúchenlo, y, después, los otros dos; escuchen el
concierto entero: dense un homenaje.
Esto que ven ustedes a continuación de este párrafo es una fotografía —¿podríamos llamarla
cenital?— del centro de la mesa del comedor donde suele manducar
la familia de este humilde servidor; y lo que se ve, en el mismísimo
centro de la imagen, es una sartená de migas, rodeada, sin
intención ornamental, de los pertinentes tropezones, que la autora
—artista es más correcto— sirve por separado.
Foto: Jose Alberto
Abellán (29-09-2015)
Resulta que siempre me acuerdo de la foto cuando estamos terminando y
solo quedan los restos, pero esta vez me di cuenta antes; aunque alguien se me adelantó e inmortalizó mejor, con más tino, el momento. Bueno..., de cualquier manera, quede para la posteridad —que se sepa en todo el mundo, para... estudios académicos venideros— lo que comimos ayer.
¿Artista o genio?: Toñi, la madre de familia; ¿invitadas de
honor?: dos Ángeles, madre e hija —consuegra y nuera de la
autora de la preparación de la minchá, así como del que esto escribe—; ¿resto de manducantes?: los dos hijos de la
familia, Jose y Antonio, y yo, el plumilla que, para darles envidia, les cuenta la comida. Las dos nietas todavía andan con sus comidas
infantiles: potitos y esas cosas.
Vayamos con la descripción: En el centro, ya lo he dicho antes, la
sartén con las migas, y rodeándola apretadamente —empezaremos por
arriba como si fueran las horas de un reloj y seguiremos, ya con el
símil, en dirección horaria—, los tropezones, a saber:
Ajos tiernos fritos, a las doce.
Entre la una y las dos: longaniza y salchicha, fritas también, en
trocitos pequeños.
Entre las cuatro y las cinco: habas tiernas fritas.
Entre las siete y las ocho: magra de cerdo, costillejas de ídem y
tocino, todo bien frito en pedacitos de un solo bocado.
Pasadas las nueve: pimientos fritos, muy carnosos y bien hechos; ya
solo el color, te camela.
Y a ambos lados, uno casi a las diez y otro a las tres: sendos
platos con cebollitas en vinagre, olivas y pepinillos.
El intríngulis está en saber ir mezclando “al gusto” de cada
uno (los músicos utilizamos las expresiones ad libitum
o a piacere para indicar lo que quiero decir) los
ingredientes acompañantes con la base formada siempre por migas:
ahora un trocito de tocino, luego unos ajitos, después una
costilleja...
Añadamos que para el caso “bien valdrá, como creo, un vaso de
bon vino” (Berceo), intercalado a intervalos regulares
entre los distintos bocados; en nuestro caso, vasos de una botella de
Juan Gil, cuya imagen asoma parcialmente por la esquina
inferior derecha la fotografía.
¡Ah!, se me olvidaba, para el final dejamos unas pocas migas
destinadas a acompañar el último postre —tras la fruta—: un
cuenco con delicioso chocolate calentito: se introducen las migas —que no llevan la grasa de los tropezones,
informo— en
el recipiente con chocolate, se bañan bien y con una cuchara se van
sacando en sabia proporción (otra vez a piacere)... ya saben.