Año dos mil no sé cuántos. Ha comenzado la primavera, y la Feria del Libro, puntual, siempre por mí esperada, pone su carpa en la plaza del Ayuntamiento.
Estoy deseando su
apertura para comenzar a olisquear y hacer mis compras. Primero voy con mis
alumnos, una visita obligada, académica, con la intención de “sembrar”, de
contagiar el gusto por los libros, algo que procuro diariamente en clase, pero
que ahora, sobre el terreno, puedo hacer de otra manera. Después, vuelvo varias
veces, solo y con la familia, para, tranquilamente, comprar aquello que quiero.
La Feria del
Libro de mi pueblo me gusta, sobre todo porque hacen un buen descuento en las
compras: un veinte por ciento; en libros esto no es habitual, lo normal es un
cinco por ciento; a lo máximo que aspiramos, en acontecimientos tales, es a un
diez por ciento de rebaja. Parece que aquí el Ayuntamiento se hace cargo de una
parte de este descuento y así los amantes de los libros podemos comprar sin
muchos remordimientos por el gasto excesivo: “Es que hay que aprovechar unos precios
como estos”, pensamos y decimos para defendernos.
Ahora me entero que en los
últimos años el descuento corre a cargo exclusivamente de los libreros: el
Ayuntamiento se limita a poner la carpa (aplausos).
Bueno… pues este
año, después de varias visitas, no compro nada. La verdad es que no he
encontrado títulos de mi interés. Es la primera vez —y única, hasta el día en
que escribo esta entrada en Abonico—,
que me ocurre eso.
A los pocos
días, en la librería de mi amigo Jose —uno de los organizadores del acontecimiento—,
me lamento:
—No he comprado nada
en la Feria del Libro, Jose; es el primer año que no compro ni un ejemplar.
—¿Y eso?, pero…
¡si tú eres uno de nuestros mejores clientes, de los que más pasta se dejan!
—¡Joder!, —me quejo—
¡si solo había libros de César Vidal y de Pío Moa! —suelto sin pensarlo mucho— ¿Quién
ha hecho la selección?
La pregunta se
queda en el aire porque antes de terminar de formularla, un individuo que anda
por allí husmeando salta indignado —sí, salta, su respuesta no es normal, es un
ataque casi a la yugular— dirigiéndose a mí:
—¡Pues ya está
bien! ¡Ya va siendo hora!
Me giro un poco
y me quedo mirándolo, sorprendido. Se trata de un hombre de mediana edad
—cuarenta y tantos—, más bien bajo, de complexión ligera, incluso podemos decir
que algo debilucho. No lo conozco; aunque lo he visto en alguna ocasión —el
pueblo no es muy grande—, nunca he hablado con él.
Después, con el tiempo, lo he
vuelto a ver alguna vez, en días de elecciones políticas, por las mesas de voto
de los colegios electorales, a las órdenes de su partido, llevando colgada del cuello
una tarjeta de identificación que me confirma lo que yo había pensado de él. “¡Ah,
ahora tiene más sentido!”, me digo al verlo.
Yo, un poco
blando, pregunto:
—¿Ya está bien,
de qué?
—Pues de
escritores estalinistas —o marxistas o comunistas, no recuerdo bien qué término
usa—; ¿te parece poco? —me tutea— ¿te parecen pocos los años que llevamos de basura
roja?
Inmediatamente sé
a qué se refiere. Cuando dice basura roja está pensando en historiadores no franquistas —vean que no he escrito
antifranquistas—; por lo visto, para él todo escrito que no sea una alabanza al
Régimen, que no sea pura propaganda, es
escritura de rojos.
Y entonces caigo
en la cuenta: Resulta que desde la victoria del PP en 1996, y sobre todo con la
mayoría absoluta obtenida por el mismo partido en el 2000, comienza la
expansión —¿controlada?— de tesis neofranquistas, donde se revisa benévolamente
la imagen del Dictador y se culpa a la Segunda República y a los rojos de todos los males; cierto que se
trata de un revisionismo con poco crédito en los ámbitos historiográficos
serios, pero, por lo visto muy popular entre determinados sectores de la
población.
Sí, recuerden: hay mucho engañabobos porque…
Sí, recuerden: hay mucho engañabobos porque…